Llegué
al D’Elhuyar en septiembre del 2019. La primera toma de contacto, como interina
acostumbrada a cambiar muy a menudo de centro,
fue bastante buena, pero estaba muy lejos de imaginarme que acabaría
siendo de las experiencias que marcan a una de tal manera que no puede evitar
recordarla con cierta nostalgia.
Puede
que tenga la culpa ese viaje al Futuroscope y a los castillos del Loira que
organizaba el departamento de francés. En él descubrí tanto a un grupo de jóvenes con ganas del
recorrer el mundo y practicar francés como
a unas compañeras inagotables. ¡Bendita energía tenían todos! Fue todo
tan fácil como dejarse llevar por la ilusión colectiva y, por unos días, tener el
privilegio de volver a ver el mundo con los ojos de un niño. Los alumnos posaban
orgullosos con pizarritas para poder añadir sus comentarios en francés a las
fotografías que tomaban, se sumergieron en realidades virtuales, imaginaron cómo pudo ser
la vida en un castillo del Loira o una batalla de Napoleón.
También
sospecho de esa sala profesores, siempre activa, siempre preparando o
compartiendo con el resto un descubrimiento o unas inquietudes, de cada uno de
sus miembros, órganos tremendamente vitales, corazón latiente del centro. Se apostaba por la
innovación, por dotar a los alumnos de herramientas además de conocimientos,
por un aprendizaje significativo. Siempre recordaré el entusiasmo provocado por
un taller de teatro para profesores, por la búsqueda de nuevas vías de
enseñanza y esa facilidad casi natural
para arremangarse a la hora de enfrentarnos a cualquier reto o desafío.
El
Reto llamó a nuestra puerta, sin previo aviso. De la noche a la mañana, tuvimos
que mandar a los alumnos a casa: estábamos confinados. Después de unas horas de
desasosiego, vértigo provocado por la situación, esa fuerza motriz contagiosa
pudo con todos nuestros miedos y temores. En esa semana, todavía presencial
para el profesorado, compartimos conocimientos, plataformas, ideas y consejos
para poder seguir funcionando. La semana siguiente, ya participábamos en un
vídeo colectivo cuyo mensaje principal era que todo iba a ir bien, pero que fue
mucho más que eso: el sentimiento de pertenecer a un grupo de entusiastas
traspasaba la pantalla y, con el abrazo en la distancia que representaba,
sabíamos que nada podía ir mal.
En un suspiro, aprendimos a hacer vídeos, crear formularios, organizar videoconferencias y compartir pantallas. Y, tanto los alumnos como sus padres, aprendieron a manejar el sinfín de formatos digitales que se presentaban ante ellos. Todos seguimos. Recibía los vídeo proyectos que se gestaban en cada casa como quien abre un regalo en Navidad. Podía verlos disfrazados en sus hogares, pelear contra la dura situación con la fuerza de la juventud, arrastrando a sus padres, cómplices que también hacían sus apariciones o hasta tenían una réplica que otra. Aquel vídeo colectivo no mentía, todo fue bien. El departamento de francés despidió ese curso atípico con otro vídeo deseando a todos Tout le bonheur du monde. Y ese sigue siendo mi deseo hoy y que ese centro, tan especial a mis ojos, siga su ya largo y fructuoso caminar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario